Por: Sofía Beuchat - El Mercurio (Chile) | Tomado del diario El Tiempo | 26 de Junio de 2016
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Andrew Solomon escribió el mejor tratado sobre este mal, que afecta al 15% de los adultos del mundo.
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“Yacía en mi cama helado, llorando por el hecho de estar demasiado asustado para ducharme, y sabiendo, al mismo tiempo, que no hay nada que temer de una ducha. Pasaba revista a los pasos que debía dar: mueves las piernas y apoyas los pies en el suelo, te pones de pie, te diriges al cuarto de baño, abres la puerta, caminas hasta el borde de la tina, abres la llave, te metes bajo el agua, te frotas con jabón, te sales, te secas, vuelves a la cama. Doce pasos que para mí resultaban abrumadores. En ocasiones rompía a llorar, no solo por lo que no podía hacer, sino por el hecho de que no poder hacerlo me parecía decididamente estúpido (...)”.
Crisis. Así se llama el capítulo más personal de ‘El demonio de la depresión’ (Debate, 2015), libro en el que un atribulado, erudito y muy informado profesor de la Escuela de Psiquiatría de la Universidad de Cornell llamado Andrew Solomon (52 años) demuestra, a partir de su propia experiencia, que estar deprimido no es sentirse triste o pesimista, sino un estado en el que simplemente vivir duele. Y las tareas más sencillas –ducharse, comer, conversar– parecen titánicas.
Le pasó a él poco antes de cumplir 41. Se desmoronó. No durmió y al día siguiente no pudo levantarse. Se quedó tendido en la cama, sin poder hablar ni moverse. “Comencé a llorar, pero sin lágrimas, y el llanto era una suerte de estremecimiento incoherente. Alrededor de las tres de la tarde logré levantarme e ir al baño. Regresé a la cama temblando”, apunta.
La depresión, insiste, no es pena, no es preocupación, no es ‘andar bajoneado’. Es, más bien, una profunda pérdida de vitalidad. “La depresión mayor altera el sueño, los apetitos y la energía, aumenta la sensibilidad al rechazo y puede acompañarse de una pérdida de la confianza en sí mismo y del amor propio. (...) Se trata de una fuerte sensación paralizante, cargada de un sentimiento de inminencia: los depresivos utilizan todo el tiempo la expresión ‘estar al borde de un abismo’ para indicar el paso del dolor a la locura (...)”, dice en este completísimo volumen de casi 700 páginas que su editorial define como “un atlas de la enfermedad”. Tomó cinco años escribirlo y ha sido traducido a 24 idiomas.
Este trabajo ha convertido a Solomon en conferencista y referente académico: junto con su labor como profesor en Cornell, es miembro del directorio del Centro de la Depresión de la Universidad de Michigan y ha sido premiado por su contribución a la salud mental por varias instituciones, entre ellas la Universidad de Yale y la Sociedad de Biología Psiquiátrica de Estados Unidos. Pero Solomon no es psiquiatra ni psicólogo, sino escritor: estudió inglés en Yale y luego obtuvo un máster en lengua inglesa en Cambridge. Comenzó su vida profesional como corresponsal de guerra y hoy está en librerías con ‘Lejos del árbol’ (2015), un libro en el que aborda relaciones entre padres e hijos marcadas por la dificultad.
La primera edición de ‘El demonio de la depresión’, del 2001, obtuvo el National Book Award y fue finalista al Premio Pulitzer. Además, fue seleccionado como uno de los cien mejores de la década por la revista ‘Time’. La crítica alabó la profundidad y la valentía con las que revela su propia experiencia, así como su extensa investigación, que incluye historias humanas, entrevistas con médicos, científicos y farmacológicos, y hasta políticos y filósofos. Este año, una segunda edición llegó a librerías con nuevos capítulos e información actualizada sobre medicamentos y terapias, más un seguimiento de las personas que habían dado su testimonio.
“Cuando comencé a recuperarme de mi primera crisis depresiva, el libro que yo necesitaba leer no existía. Había libros médicos, testimoniales, científicos, históricos, pero nada que reuniera todo eso”, cuenta desde su casa en Nueva York.
“Más que buscar respuestas para mí mismo, quería encontrarlas para ayudar a otros. El libro no hará que nadie deje de estar deprimido, pero al menos lo hará sentir un poco menos superado por lo que le sucede”.
“Y es que a pesar de todo lo que se ha escrito sobre depresión, la gente sigue pensando que es solo tristeza o una pena profunda y larga, pero no una enfermedad que puede ser invalidante”.
“Esto obedece a muchas razones. La primera es la pobreza de lenguaje: usamos la misma palabra para referirnos a un niño que está triste porque cancelaron su partido de fútbol en el colegio que para hablar de alguien que está a punto de suicidarse. Pero más allá de esto está la idea subyacente de que las enfermedades psiquiátricas en su conjunto son algo que la gente puede superar por sí misma, como si no fueran realmente enfermedades”.
¿A qué atribuye eso?
Es así porque aún sabemos poco sobre su bioquímica y origen. Pero también porque todos han pasado por momentos en los que sienten lo mismo que una persona deprimida; se han sentido mal consigo mismos por algunas horas, pero luego logran recomponerse. Otras personas pasan por estas sensaciones día tras día, semana tras semana, mes tras mes. Y las personas que sí han logrado recomponerse no entienden qué tan profunda y física es la experiencia de la depresión; no dimensionan cómo, para los afectados, es realmente imposible salir adelante por sí mismos.
A nivel internacional, la depresión es un problema extendido: la Organización Mundial de la Salud estima que la sufren más de 350 millones de personas. La tasa mundial de adultos con depresión es de alrededor del 15 por ciento. Las mujeres son las más afectadas: una de cada cuatro tendrá al menos un episodio de depresión en su vida, mientras que entre los hombres la cifra es uno de cada nueve.
En Colombia, la Encuesta Nacional de Salud Mental 2015, elaborada por la Universidad Javeriana y el Ministerio de Salud, reveló que el 10 por ciento de los adultos del país están afectados por problemas mentales de distinto orden, y que uno de cada cuatro de estos adultos sufre de depresión.
Según la OMS, el 75 por ciento de los pacientes que han tenido depresión volverán a tenerla a lo largo de su vida. Por eso, para Solomon, la depresión debiera ser considerada una enfermedad crónica y recibir tratamiento permanente, tal como la diabetes.
“La depresión –explica– es una batalla extenuante. Una vez que la reconoces, requiere control de por vida. Hay gente que se deprime una vez, se recupera y nunca más vuelve a enfrentar esta enfermedad. Pero la mayoría de las personas que se deprimen una vez vuelven a deprimirse, y quienes lo hacen dos o tres veces más tienen muchas probabilidades de repetir el problema, a menos que reciban un tratamiento exitoso que les permita romper ese ciclo”.
Él mismo, apenas empieza a sentir que se acerca un nuevo período depresivo, comienza a prepararse: cancela compromisos que puedan ser muy agotadores o estresantes y se preocupa de regular su sueño, hacer deporte y cuidar su alimentación, lo cual, según sus hallazgos y experiencia personal, atenúa bastante el golpe depresivo. Y sigue siempre con su terapeuta y sus antidepresivos, además de preocuparse por mantener contacto con la gente que quiere.
Muchas personas que sufren depresiones severas no logran el éxito en sus trabajos, formar pareja o construir una familia, pues pasan mucho tiempo sin poder producir o relacionarse con los demás. Pero este conjunto de aparentemente simples acciones, asegura Solomon, es lo que le ha permitido construir, pese a los bajones cíclicos que lo aquejan, una carrera profesional exitosa. Además, ha podido asumir un no poco desgastante rol como activista por la diversidad sexual y tener una familia: Solomon está casado con John Habich, con quien tiene un hijo adoptado. También tiene un hijo biológico con una compañera de universidad y es padre de dos niños de madres lesbianas.
“Uno no escucha a una persona que tuvo un ataque al corazón decir que dejó los medicamentos por un rato; sabe que si lo hace podría volver a tener otro ataque. Pero sí oyes todo el tiempo a personas que cuentan que estuvieron deprimidas y decidieron controlar el tema por sí mismas, o que dejaron los fármacos porque ya se sentían mejor, y luego tienen grandes recaídas. No hay que exponerse continuamente a esto; mientras más depresiones tengas, más difíciles serán de tratar. La gente cree que es fuerte al dejar a su terapeuta o sus medicamentos, pero no están siendo fuertes o valientes, lo que son es unos necios”.
Mucha gente se resiste a tomar medicamentos o está en contra de ellos por otro tipo de razones...
Yo no quiero obligar a nadie a tomarlos. Mi experiencia es que son extremadamente poderosos y efectivos y que pueden hacer una diferencia. La gente que ha decidido no ingerirlos ha tomado una decisión, y es su responsabilidad. Pero muchas veces esta decisión viene de un miedo que me parece irracional; es una ansiedad basada en prejuicios. Actúan como si tomar un medicamento fuera como perder la virginidad; un paso adelante sin retorno. Yo pienso que es mejor probar y ver.
Se ha dicho que usted propone una fórmula basada en ‘amor y pastillas’...
Esa es una visión muy reduccionista. Lo que yo digo es que, en mi caso, fue útil tener un buen terapeuta, fue útil tomar medicamentos y fue bueno haber tenido la fortuna de contar con una familia y un grupo de amigos que me dieron mucho apoyo. El amor es un sostén fuerte, y cuando no lo tienes, salir de una depresión es más difícil.
Pero no siempre es fácil estar cerca de un depresivo. El enfermo muchas veces se retrae a tal punto que construye a su alrededor una barrera impenetrable, infranqueable...
Los depresivos suelen sentir que la interacción con otros es demasiado desgastante. Pero lo peor que los demás pueden hacer es dejar que se aíslen, porque en soledad es cuando estas personas más se hunden. Si el depresivo no quiere conversar, simplemente hay que sentarse a su lado en silencio. A veces ni siquiera toleran eso; entonces hay que instalarse afuera, al lado de la puerta. No puedes irte, tienes que mantenerte involucrado y asegurarte de que el enfermo sienta –sepa– que es amado, con depresión o sin ella.
¿Cuál es límite?
No se trata de hacer que alguien baile con una pierna rota. Pero tampoco puedes dejar que la otra persona se desvanezca en su depresión. Con suavidad, hay que sugerirles que hagan cosas simples, empujarlos siempre un poco más allá, pero de manera amorosa, no exigente.
¿Pastillas o ayuda psicológica?
La intensidad con la que algunas personas viven la depresión las lleva a pensar que se trata de algo meramente fisiológico; un problema químico en su cerebro, del que la persona no es en absoluto responsable. Pero esta visión, según Solomon, no solo es incompleta sino además peligrosa. Hace que muchos pacientes piensen que un medicamento pondrá todo en su lugar. Y no es así.
Solomon afirma que todas las experiencias humanas pueden explicarse químicamente, pero esto no significa que deban tratarse solo químicamente o solo con una terapia psicológica.
“La gente dice: ‘me deprimí porque me pasó algo terrible, entonces no creo que tenga que tomar este fármaco’. O al contrario, que la depresión simplemente llegó, no sabemos de dónde, entonces es algo químico y lo único que hay que hacer es tomar una pastilla. La verdad es que ambos tipos de tratamiento pueden ser efectivos, sin importar cuál sea el origen de la depresión, y que causa y tratamiento son variables independientes”.
Si bien Solomon explora en profundidad todos los tratamientos disponibles, incluidos los alternativos, no intenta develar cuál es el mejor: la enfermedad, explica, es multicausal, y lo que a una persona le sirve, a otra no. Sin embargo, propone un camino que llama ‘forge meaning, construct identity’ (crea significado, construye identidad). En términos simples, esto implica aceptar la depresión como algo propio de la persona afectada, y luego buscarle un sentido.
En su caso personal, ¿qué sentido encontró a todo su sufrimiento?
La depresión me ayudó a ser más sensible, a entender mejor a los otros. Comprendo ahora que el funcionamiento normal de la mente puede ser interrumpido por una enfermedad que te puede hacer actuar de maneras en las que quisieras no actuar, y eso me hace perdonar las alteraciones en los demás. Me ayuda a entender que los cambios de humor en mis hijos no están necesariamente bajo su control y que su conducta debe ser entendida en un contexto. Agradezco cada día en el que me levanto y me siento bien, porque sé cuán doloroso puede ser existir. Esto me hace vivir la vida más intensamente. Lo más importante es que he ganado mucha intimidad conmigo mismo. Me conozco mucho mejor que si nada de esto me hubiera pasado.
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